Cuando el silencio mata, o la impunidad del acoso escolar

Hay decisiones institucionales que revuelven el estómago. La elección de un determinado centro educativo para la lectura del manifiesto del Mes de la Infancia podría parecer, sobre el papel, un gesto simbólico de compromiso con los derechos de los niños. Pero para quienes conocen lo que ocurre entre sus paredes, para quienes han visto, escuchado o sufrido el acoso y la indiferencia, el gesto se convierte en una provocación. Una bofetada. Una manera más de maquillar lo que no se quiere ver: que hacer bullying no tiene ninguna consecuencia. Ni para los agresores. Ni, mucho menos, para los centros en los que se hace.

En España seguimos contando funerales. Adolescentes que deciden saltar al vacío porque no pueden más. Porque cada día de clase se convierte en una tortura silenciosa. Porque el miedo y la humillación han colonizado sus cuerpos. Porque el entorno —ese que debía protegerlos— les dio la espalda. Cada noticia de un nuevo suicidio adolescente por acoso debería estremecer las conciencias. Pero en lugar de eso, parece que hemos normalizado el horror.

Nos llenamos la boca de palabras bonitas: “convivencia”, “inclusión”, “bienestar emocional”. Se crean protocolos, se anuncian campañas, se hacen fotos. Pero en los pasillos sigue reinando la impunidad. Los centros educativos que miran hacia otro lado cuando un niño sufre siguen recibiendo reconocimientos, actos institucionales y visitas oficiales. No hay sanciones, no hay auditorías externas, no hay asunción de responsabilidades. Solo silencio.

Ese silencio que mata.

Es intolerable que, en pleno siglo XXI, el acoso escolar siga siendo una realidad estructural, y que quienes lo permiten —por acción o por omisión— puedan seguir presumiendo de proyectos educativos ejemplares. Es intolerable que los padres tengan miedo de denunciar porque saben que el sistema protegerá antes a la institución que a su hijo. Es intolerable que, cuando un niño se quita la vida, la única consecuencia sea una investigación interna que termina en nada.

El acoso escolar no es una travesura. No es un conflicto entre iguales. No es una broma pesada. Es violencia. Y la violencia, cuando se tolera, se convierte en cultura. En cultura de impunidad, de jerarquía, de miedo. Una cultura que empieza en la escuela y que, si no se detiene, se reproduce en la sociedad: en el trabajo, en la política, en las redes.

Por eso resulta obsceno que se elijan ciertos centros como símbolo de la protección de la infancia, cuando lo que representan —para muchos alumnos y familias— es justo lo contrario: el abandono. Es un insulto a quienes han intentado denunciar y se han encontrado con muros de silencio, con informes maquillados, con reuniones vacías de contenido.

El acoso no desaparece con discursos. Desaparece con consecuencias.
Y hoy, en España, no las hay.

No hay consecuencias para los docentes que minimizan el problema.
No hay consecuencias para los equipos directivos que lo esconden.
No hay consecuencias para las administraciones que siguen premiando a los centros señalados por las víctimas.

Solo hay consecuencias para los niños y niñas que sufren. Para ellos, sí: depresión, ansiedad, aislamiento, miedo. Y en demasiados casos, la muerte.

La infancia no necesita más manifiestos. Necesita justicia.
Necesita instituciones valientes que asuman su responsabilidad. Necesita protocolos que se cumplan, no que se archiven. Necesita que los centros educativos rindan cuentas ante cada caso de acoso con la misma seriedad con la que se exigen resultados académicos.

Porque proteger la infancia no es salir en la foto.
Proteger la infancia es actuar cuando duele.
Es mirar de frente al agresor y decir “hasta aquí”.
Es mirar a la víctima y decir “no estás sola”.

Mientras tanto, seguimos leyendo manifiestos y colgando pancartas, mientras el sistema sigue permitiendo que el acoso se cuele cada mañana en las aulas. Nos llenamos de discursos sobre la empatía, pero seguimos premiando a quienes la pisotean.

Y llega un momento en que una decisión institucional, una simple elección de escenario, puede provocar algo más que indignación: puede dar ganas de vomitar.

Porque detrás de cada acto vacío hay nombres, hay historias, hay ausencias que no regresarán.
Y porque, hasta que no asumamos que el acoso escolar también es responsabilidad del sistema —no solo de quien insulta o golpea—, seguiremos asistiendo a funerales con la conciencia limpia y el alma sucia.