Hablar de Derechos Humanos es hablar de la posibilidad misma de existir con dignidad. No son un lujo ni una concesión: son el punto de partida para cualquier proyecto de vida en común. Allí donde se niegan, lo que emerge no es sociedad, sino barbarie. Allí donde se vulneran, lo que se apaga no son cifras, sino rostros, biografías, sueños.
En estos meses, el mundo asiste con desconcierto y dolor a lo que ocurre en Gaza. La devastación, las muertes civiles, la infancia atrapada en un presente insoportable y sin futuro aparente son una herida abierta que interpela a la conciencia global. No hablamos de un conflicto lejano y abstracto, sino de la negación más radical de los Derechos Humanos: el derecho a la vida, a la integridad, a la educación, a la identidad cultural, a la salud, a la paz. Cada bomba destruye también la posibilidad de imaginar un mañana distinto.
Frente a esa realidad, la Juventud no puede ni debe permanecer en silencio. Porque es precisamente la Juventud quien está llamada a custodiar y a reinventar los valores que sostienen la convivencia. Desde los campus universitarios hasta los institutos, desde colectivos artísticos hasta asociaciones estudiantiles, miles de jóvenes en todo el mundo levantan la voz para recordar que los Derechos Humanos no tienen fronteras, ni religión, ni pasaporte. Son universales o no son nada.
La herramienta más poderosa para sostener esa lucha pacífica se llama Educación. No cualquier educación, sino aquella que enseña a pensar y no a obedecer, que promueve el diálogo en lugar del dogma, que forma en la empatía y la solidaridad antes que en la competencia ciega. Una escuela o una universidad que no transmite el valor de los Derechos Humanos fracasa en su tarea esencial. Gaza nos recuerda la urgencia de este compromiso: sin acceso a la Educación, se condena a generaciones enteras a repetir la historia de la violencia.
Junto a la Educación, la Cultura es el otro pilar irrenunciable. Allí donde la palabra se censura, la música se acalla, el cine se prohíbe o la poesía se silencia, se está preparando un terreno fértil para el autoritarismo. La Cultura no es entretenimiento accesorio, sino el espacio donde se construye memoria, se articulan resistencias y se imagina un futuro. Jóvenes músicos palestinos que componen entre ruinas, artistas urbanos que pintan murales de paz, estudiantes que escriben en blogs clandestinos: todos ellos demuestran que crear también es un modo de sobrevivir y de afirmar la vida frente al horror.
Quienes hoy tenemos la posibilidad de alzar la voz desde espacios seguros debemos recordar que nuestro silencio también es una forma de violencia. La indiferencia es complicidad. La Juventud, en particular, no puede resignarse a ser espectadora de un mundo que se derrumba en pantallas y titulares. Tiene la obligación —y también la fuerza— de exigir que los Derechos Humanos sean una realidad tangible en Palestina, en Ucrania, en el Sahel, en cualquier rincón donde la dignidad humana sea negada.
Este editorial no es solo un lamento, sino una llamada a la acción. Una invitación a convertir la Educación en arma de lucidez, la Cultura en espacio de resistencia y la voz juvenil en el eco que no se apaga. Porque cuando la juventud se organiza, estudia, debate y crea, no hay tiranía que pueda sofocarla del todo. La historia está llena de ejemplos: movimientos estudiantiles que abrieron democracias, manifestaciones culturales que derribaron muros, generaciones que supieron decir “basta” cuando parecía imposible.
Hoy la pregunta que debe resonar en cada aula, en cada escenario, en cada publicación juvenil es simple pero ineludible: ¿qué haríamos nosotros si nuestros derechos estuvieran siendo pisoteados como en Gaza? La respuesta no puede ser la indiferencia. Ha de ser el compromiso de construir sociedades donde la vida humana sea sagrada y los Derechos Humanos no se negocien.
Porque sin Derechos Humanos no hay vida. Sin Educación, no hay pensamiento crítico. Sin Cultura, no hay memoria ni imaginación. Y sin la Juventud, no habrá futuro.